Sobre la Experiencia Visitas con Felicitas, en el Museo Santa Felicitas, en Barracas, Pinzón 1480. Por Gabriela Stoppelman – El Anartista Descender a veces tiene su altura. Así sucede en las Visitas con Felicitas, la propuesta del Museo Santa Felicitas de Barracas. Primero hay que bajar, la calle fue levantada y la puerta quedó petisa, dice una de las guías del lugar. Así que se entra agachado, como quien se mete por un hueco en la pared. Y esta promesa de espacio oculto y misterioso también se transforma en tiempo. Después de la recepción, en los “túneles”, ya aguardan los visitantes.Pero de verdad no son túneles, si te fijas, hay ventilación. Es solo que la construcción se encuentra bajo nivel. Sin embargo, antes de comenzar a andar, se puede espiar el pasado, como si de verdad tuneleáramos. Al comienzo, la mirada otea de lejos. Allí hay objetos, muchos objetos que, aún fuera de foco, gritan su disyunción con el presente. Lo antiguo titila a la distancia y llama. Entonces los ojos panean, porque en la multitud el cuerpo del paseante queda librado a su latido, y va allí donde el afecto y el interés escojan. Antiguos tipos de una imprenta que, en su quietud, parecen asediados por el silencio de escrituras que perseveran en lo invisible. Una valija de cuero con una enorme estrella de David grabada en su centro aún cuenta el relato de un inmigrante que debió dejar atrás todo, menos la luz de ese astro que de seguro lo sostuvo en los naufragios del exilio. Por allí, un balde de trabajo se interpone entre la soledad de una balanza y la sed de una tabla de lavar la ropa, que aún retiene entre sus vetas memorias de las fibras, residuos de la trama. Detrás de un biombo, se oculta el recato de una bañadera con patas, medio se muestra, medio se retira, porque quizás custodie aún el pudor de alguna silueta enfantasmada. Si se les devuelve dignidad, los objetos levantan los ojos y te miran, dice Walter Benjamin. Y así sucede con la contundencia de una lata de bizcochos Canale, que regresa ante los paseantes e inaugura memorias y nostalgias de objetos jamás vistos por algunos, más que en fotos o viejas publicidades. No sería raro entrever el tacto de una abuela que fracciona la delicia para la venta detrás de un mostrador, en un almacén de ramos generales. Como tampoco sorprendería que, de pronto, retomaran su floreo los hace tanto tiempo inquietos platillos de una balanza. Tunelamos, merodeamos y la deriva de pronto las ve. No hay duda que intentan escapar del marco de la foto, como una vez intentaron huir del peso de sus empleos. Jóvenes, niñas, ninguna cede a la tentación de una sonrisa. El flash las incendia con una luz o les agrega dos ojos encandilados. Todas las obreras nos miran con esas ganas de futuro que la pobreza y el sacrificio aún les arrebatan. Nos reclaman con ese temple de quien entrega su imagen como documento, como denuncia. Tienen el cuerpo cansado, pero la cabeza erguida. Tienen hambre. Porque, en estos sitios por donde andamos, solían venir a comer los obreros de las fábricas. Los obreros, no las obreras. Si sobraba, también se les servía a los vecinos humildes del barrio de Barracas. El comedor ofrecía comida diaria a muy bajo costo o gratuita, y estaba pensado sobre todo para los trabajadores de los frigoríficos, curtiembres y fábricas de la zona. Y en ese cuento entra Doña Petrona, convocada como ecónoma para determinar los más convenientes menús. Por aquellos años, la tecnología ya generaba una grieta y marcaba de qué lado quedaban las “Doñas Marías Castañas de Retraso” y las “Doñas Marías Castañas de Progreso”. La cocina a gas buscaba imponerse a la cocina a leña con el fulgor de lo nuevo, lo imperdible, con la prepotencia de esa flecha que lleva de las narices hacia adelante. Y en una de esas, mientras la deriva nos conduce de recinto en recinto, en un extremo de uno de los no túneles se encienden una mujer y un farol. Los caminantes se inquietan. Ya el tiempo está curvado, las cronologías confusas y encima ella circula entre los visitantes e insiste en que todo se repite, siempre se repite, siempre igual. Y a cada paso es tan distinta y distinguida, que la muerte no parece haberla dañado demasiado. Por lo menos no tanto como la vida. La vida como la cuentan los breves días y las biografías de Felicitas Guerrero. Paradojal el nombre para una mujer obligada a un matrimonio con un sujeto mucho mayor que ella; para la viuda joven que perdió dos hijos; la joya de los salones porteños que, a punto de celebrar su compromiso con su amado Samuel Sáenz Valiente- a quien, en esta ocasión, tampoco le sirvió de mucho la acepción de su apellido-, es asesinada por un pretendiente despechado, Enrique Ocampo. Felicitas agonizó algunas horas y falleció la madrugada del 30 de enero de 1872. Pero cuentan que al poco se sacudió la muerte y su fantasma comenzó a deambular. Algunos relatos dicen que su fantasma aparece vestido de blanco en los pasillos de la iglesia y en los antiguos salones de la quinta, especialmente, cerca del altar de la capilla Santa Felicitas, construida en su honor por sus padres. O que entra y sale de las demolidas habitaciones donde vivió. O que se la escucha llorar en las noches de tormenta la tragedia de su asesinato y la pérdida de sus hijos. Figuras que se mueven, fríos repentinos, nada de eso acompaña en este caso al merodeante. Es un cuerpo de actriz que habita en el umbral donde la felicidad posible troca en desgracia, donde el asesino atropella los cuerpos de tantas otras, que no tuvieron nombre ni alcurnia para ser consideradas las primeras víctimas de femicidio. Es un cuerpo que actúa en las zonas limítrofes de la historia. Del presente, toma un objeto plástico que un paseante insiste
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