Sobre una noche de música en el CAFF.

Por Gabriela Stoppelman – El Anartista
Llueve. Siempre llueve más fuerte a orillas de la música. Tal vez sea una prueba de sonido, un preámbulo, un augurio.
En Sánchez de Bustamante al 700, el CAFF tiene techos altos, altísimos. La chapa contiene, recoge o abraza la lluvia. En principio, estamos a resguardo para escuchar al dúo Murga- Lucente. A eso creemos que vinimos. Pero habrá que esperar, porque ellos cierran el espectáculo.
Está claro que es noche de preámbulos cuando un dueto femenino de piano – Amalia Escobar- y voz poderosa -Luisina Mathieu- agita la respiración de quienes han corrido bajo la tormenta para llegar a tiempo. Así, escurre los últimos vestigios del afuera y abre la inmensidad de adentro.
Ellas se miran. La pianista y la cantante arremeten con la mirada. Ese diálogo mudo entre músicos siempre me pareció un corredor hermoso de complicidad, una ligazón que se ríe de las duraciones, un simulacro de vínculos eternos en el instante. Y mudo es una forma de decir, porque allí donde parecen faltar las palabras no hacen falta. Hay un pulso de miroteos que charlan, reverberan en la música, en el aire, en la voz.
Qué lindo es vivir en un mundo con aire. Hace poco escuché que todas esas explosiones fabulosas en estrellas súper masivas son absolutamente mudas. No hay, que se sepa, ningún otro sitio en el universo donde el sonido encuentre un medio para conducirse. Privilegiados pues, los que habitan este difícil planeta.
Pero volvamos a esos pasillos de confianza, a esos túneles de afecto entre el piano y la cantante, entre el atisbo y el rumor. Estos callejones se han abierto para los espectadores. Es bueno estar aquí. La sensación es la de participar completamente del espacio En este rincón del mundo y en ningún sitio más.
De pronto se detiene la música, hay una pausa donde reina la luz. Quién sabe qué será de la lluvia afuera. Acá ya no importa, aún chorrean algunos paraguas en los respaldos de las sillas, mientras se conversa rápido, una obertura breve y a estar listos para lo que sigue.
Y sí, más prólogos. Está visto que es la clave de la noche, aunque apenas hay tiempo de pensarlo porque ahí nomás despunta Contrareloj, un sexteto arrasador. Cada tema es un preludio al siguiente y un pórtico a la memoria el anterior. Contrareloj: un nombre que viene como una de mil maravillas, ya que el tiempo ha tomado nuevas curvas. Suaves unas, cerradas otras, por valles y picos, la topografía de la orquesta, de la banda o del conjunto es el mapa donde se dibuja toda ilusión de comunidad. Y Spinoza susurra a vuestro oído: “en la multitud la potencia es mucho mayor a la suma de las partes”.
En eso el cantante de Contrarreloj anuncia al dúo Murga- Lucente: “los escuché en la prueba de sonido, no los conocía, no se lo pierdan”.
A esta altura es muy difícil pensar el espectáculo por partes, asistimos al todo, es decir, al modo en que una intensidad es el proemio a lo que sigue.
Y ahí arrancan. O saltan. Por supuesto, saltan al vacío, que es el único salto que vale la alegría, aunque el asunto termine en pena: “salté al vacío en busca de tus brazos y besos/ enloquecí al descubrir que no había más que una ficción”. Mientras el verso avanza, cruje la madera del trampolín, oscila aún con el impulso del saltador. En ese oscilar, lo recuerda, lo retiene, le cuida la ilusión, protege a quien salta del vacío debajo.
Y le canta. Pero el cuerpo se zambulle: “renuncia a la ambición de vencer al dolor”.
El cuerpo se mece como el trampolín.
El cuerpo es el puente.
Entre el teatro y la canción, recitar es prolegómeno de cantar. O viceversa. Ruta de doble mano, regresa con la palabra aterida, asombrada. Y no va la palabra y se sacude las esquirlas del vacío, como antes los espectadores se sacudieron la lluvia, igualito a como tiemblan los ecos de los cuerpos sobre la madera del trampolín. Sí, sí. Cualquiera sabe que un trampolín es la antesala de un despegue, pero aterrizar justo al lado de “María, en el súper Lee Yuan, de la calle Echeverría” es por lo menos inesperado.
Y así es como la Milonga china, de Adrián Murga, agradece a la cultura que plancha y entretiene. De ese modo, “Heidi y tintorerías” preanuncian una lista infinita, una muralla que, derribada, presagia un regreso, un giro originario: “Si Occidente es Yankilandia/ solo Mickey lo festeja/ con el oriente milenario/ tal vez nos cambie la moraleja.”
El humor es la distancia que acerca. Tal vez de eso hablaba Walter Benjamin cuando insistía en no perder el aura: “la presencia de una lejanía por cercana que se encuentre”.
Y ya que hablamos de distancias, bien dispuesto en un pericón nacional, “El gordo y el flaco”, no parecen tan lejanos a duplas autóctonas: “Laurel y Hardy fueron pareja/ de comediantes a los tortazos. / ¿Qué tienen ellos que no tengamos? /A ver si empardan nuestra moción: A uno lo llaman “Rey de la Carne”, /al otro Mauro, presentador;/se chicanearon, se ningunearon/y la comedia así empezó”. Qué manera de hacer volteretas en el espacio. Gira y gira tanto lo que siempre apenas comienza que, de la pantalla chica, saltamos a la calle. Del pericón a la milonga “Dartañán”:
“De chiquito aventurero/ que jugaba con espadas/y de grande lo apodaron/Dartañán el mosquetero/y al vecino Baldomero/entre cejas lo marcaba:”…¡cuchame, Baldomero! te lo dije mil veces: que cague en la vereda de tu casa. ¡Te voy a matar! pero no lo tomes como una amenaza, no… tomalo como una verdá”.
Y la verdá, la verdá, los cuadros que dominan las escenas en los temas del dúo Murga- Lucente se encadenan para develar prepotencias, astillas de las furias cotidianas. Pero, ojo. Si “la palabra es una faca que se clava como verdá”, por prodigio de esta noche de puro prologar, también puede menearse en un valsecito criollo, un “Nocturno”, para estar a tono: “Viento que cambia de rumbo/arrea de pronto las penas/por el sendero del yugo/farol y lumbre de las estrellas”.
¿Lloverá aún, allá afuera? ¿Se atreverá la tormenta a una milonga?, ¿se atreverá la milonga a atormentarse de amor?: “El amor es una vaca/rumiando en la confianza/la cosa se pone ruda/cuando pinta la traición. /Canta el pobre en su desgracia: ¡qué me van a hablar de amor!”. Así canta “Carmelita”, otra historia de traición, mientras nos acercamos a los últimos temas. Es decir, le pisamos los talones a los últimos comienzos.
Y todo el público canta. Ya nadie se sacude ni recuerda chaparrones. Por un rato se suspenden los rencores con presumidos y traidores. Por un rato se chapotea en la orilla, se cabalga la música. Si la poesía es conmoción de sentido, humedad que afloja las durezas de las horas secas, bálsamo cuando la voz se cortajea en enconos, esta noche el hecho poético ha sucedido.
Hemos habitado la noche grande, la noche casa, un gran prolegómeno al poema que sigue.
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