Sobre la obra teatral “Leonora”, una obra de Alberto Conejero, interpretada por Teresita Galimany, con dirección de Carlos Ianni
Por Gabriela Stoppelman – El Anartista

¿Cómo hacer del cuerpo un territorio que abra camino hacia los otros sin rompernos? Si el cuerpo o el lienzo son espacios frágiles y a la vez potentes, de contornos variables y difusos, ¿cómo cuidarlos de certezas, descartes y abandonos?, ¿de qué modo aliarlos al deseo y alejarlos de las garras del mero querer cosas, saber cosas, acumular cosas?, ¿dónde saldar los costos de las desilusiones y los olvidos?, ¿en qué sitio valuar el precio incuantificable de la herida?
El impactante texto de Alberto Conejero López ronda, entre otros, estos interrogantes, sin explicitarlos. Porque donde sobrevuela la poesía, deponen sus armas la teoría, el discurso y toda pretensión de clara argumentación. El tiempo está interrogado en sus disciplinas cronológicas; el espacio, en sus geometrías firmes. Pero la más zarandeada de todas las entidades que juegan en la obra es el yo: yo soy multitudes, así que mi retrato es siempre colectivo, esa es la apuesta de Leonora. El “mí misma” se vuelve así una instancia muy pequeña en relación a la inmensidad que la habita. Esa misma inmensidad, que a veces se contrae en un recorte, hace la misma pirueta que el infinito vuelto escenario o lienzo. Porque el cuerpo es siempre la primera pincelada, no queda más que ser un trazo en los caminos que andamos, una impregnación de color y tono, sin asunto, ni argumento, ni tema.
¿Y hacia dónde dirigirse, así, con las fuerzas involucradas al desnudo, en el despojo absoluto, con el solo equipaje de mi dolor y mi alegría, mis vivos y mis muertos es lo que voy a hacer visible en mi pintura? Algo cruel, dirá Artaud, con la fuerza del hambre, pero sin ser su símbolo.
Y de este modo Leonora, aferrada a las mitologías que le contaban las mujeres de su infancia- su madre, su abuela, su cuidador- será una vez la diosa blanca celta, otra la giganta siempre a un paso del cielo, otra la reina Boudica, que venció a los invasores romanos: ejército de una sola soldada contra los mandatos de la familia, de una Europa que se recalentaba en fascismos, contra toda la hiel de las ausencias.
En ese pincelar su nido, ella siempre supo que es bueno que el nombre quede al margen, el apellido, detenido en la boca. Como quien dice, cuelgue del perchero la sapiencia, la identidad, los callos de las convicciones. Hágase a un lado de esa lámpara que solo alumbra la imagen del hombre o de la mujer que usted supone ser. No permita que le engorden el corazón y el destino. Recién entonces, sí, adéntrese en lo desconocido. Ese espacio donde la luz no ilumina, la luz es lo que ve, como dice Oscar Del Barco.
Y en este preciso momento, con la escena ya comenzada, el cuerpo de la actriz inaugura una pintura no del todo visible al espectador, aunque bien enmarcada en la atmósfera musical de un violonchelo. La actriz y la intérprete conversan con la mirada, una despliega el sonido donde la otra monta el movimiento y la palabra. Y son muchas en el escenario, aunque simulen ser solo dos. Hay varias mujeres sin edad que se prueban en distintos rumbos, como quien se prueba la ropa para elegir la que más la desvista.
Puede que una de ellas tenga 24 años e intente huir en un barco hacia Nueva York. El barco que la espera es frío y metálico, como el padre que la persigue para internarla en un psiquiátrico. Puede que la locura de un padre sea la parte podrida en la raíz de una hija. Puede que un buen desarraigo abra las puertas a uno de esos infiernos musicales, de los que hablaba Rimbaud, uno de esos descensos a la lejanía y a la intemperie donde, de pronto, surge un ritmo, la curva justa de una pincelada. Y así remontar la vida: Subo por los años como una alpinista. Escalo, escalo y escalo, siempre a punto de resbalar y de desaparecer en el vacío.
La cima más alta y la profundidad más honda parecen estar tan cerca a veces. Y esa lucidez encandila a tal punto, que te hace salir borrosa en el retrato de familia. La única mujer de cuatro hermanos, la gran decepción de su padre. La mujer que huye de la escena matrimonial, del futuro de múltiple paridora. La que escapa para encontrar lo que aún no es, lo que aún puede ser.
¿Cuántas vidas tiene una vida que cabalga de infancia en infancia, de apuesta en apuesta sin detenerse por mucho tiempo en ninguna? Lo incontable es la edad de las vidas mamushkas, de las existencias milhojas que desbordan el relato de su biografía. Por más que mi padre prende fuego a mi caballo. Lo veo arder. Cuando el caballito se consume, recojo las cenizas con las manos y me las trago. Ahora soy una niña-centauro.

Qué gusto jugoso tienen los muertos en las bocas que los acunan, los rescatan del olvido… Ni el internado, ni la escuela de buenos modales para aristócratas ni la psiquiatría corrigen la perseverancia de quien ha probado el sabor de la ceniza. Solo hace falta una chispa para que de la ruina surja la revelación: Un meteorito azulado recorre mis venas cuando contemplo en Florencia el cuadro de Ucello. No hay vuelta atrás. Seré artista. Seré pintora. Me lo repito como una promesa o un mandato.
El brillo de la revelación ilumina todo el cuadro, que ahora incluye a los espectadores. ¿Cómo se expande la luz revelada? Tal vez en la alternancia de la luciérnaga: se prende como promesa, se apaga como advertencia con voz madre: Tú no estás destinada a envejecer dócil ni sumisa. Lo supe al darte a luz, hija mía. Todas las mujeres de nuestra estirpe somos druidas, tejedoras de lo invisible, pero los hombres tienen miedo de lo desconocido, así que protégete, Leonora”.
Pero no es de mucha prudencia gritarle al rey ¡Mi reino no es de vuestro mundo! Por eso hay que huir nuevamente. Y cómo imaginar, por ejemplo, que en fuga hacia Londres no te esperan el Big Ben ni el Palacio de Buckingham, sino la escuela de pintura y su tedio repetidor, el encuentro del surrealismo y del amor. El nombre del amado, otra vez, con esa voluntad de alterar el sentido de las cronologías: Yo tengo diecinueve años y Max Ernst cuarenta y seis, pero podría decir que tengo mil años y él un segundo, o que nacimos al tiempo la primera vez que nos abrazamos. El amor en sus prólogos es siempre un trazo inaugurador de mundos. Un pico profundo, como otros tantos que Leonora ya había vivido, donde desafiar a las otras muertes, las desabridas, las incapaces de engendrar.
Y entonces es París, el amor, pintar escribir, Ángeles y esfinges, pájaros y caballos-toro de escayola, calderos, gárgolas en puertas y ventanas, levitan las cucharas y los platos; siembro las vides, planto patatas, cuido lo invisible con mis manos. Pero estalla la guerra en el escenario. O en el cuadro. Hay veces que no es posible huir. Las luces bajan, la música se vuelve inquieta. Las dos mujeres en escena se miran con interrogación y, aunque se multipliquen, no impedirán a los nazis detener a Max Ernst, ni la rajadura del amor en distancia. ¿Qué pueden un violonchelo, las palabras y dos cuerpos contra la razón sin sueños en los campos de concentración, en los crematorios, en las deportaciones?

Huir una vez más, pero no es lo mismo correr hacia el horizonte que fugar en busca de refugio. O quizás sea posible escalar subir por las paredes verticales como una cabra, puedo saltar entre las rocas, atisbo otras formas de conocimiento. He pasado demasiado tiempo como una piedra en el fondo de las cosas.
Desgranarse, entonces, volverse arena, materia prima de lo tieso, ahora capaz de escurrir entre los dedos. Pero se empasta, ¡cómo se empasta! Porque Max no está, y el olor de los hombres que han saqueado su cuerpo se mezcla con la pólvora en las trincheras. Las playas no son más que manicomios donde las huérfanas de padre vivo padecen el pinchazo del luminal en la espina dorsal.
¿Puede dormirse para siempre lo que ha sido revelado? Atada y desnuda, una mujer pinta con su mirada entre las sombras del aire. El doctor Morales cree volverse grande, mientras Leonora parece volverse pequeña. La psiquiatría no pinta, su trazo apenas intenta tachar. Y los diagnósticos desesperan por una resolución, gozan el espectáculo del cuerpo partido. Ansiosos, esperan juntar los pedacitos, pegarlos de acuerdo a las mejores normas y dar el caso por sanado.
Sin embargo, este viaje es largo, y no hay caballos blancos para la liberación. Leonora debe lograr llegar Abajo. Y allí, lo esperable. La larga sospecha de que ningún pozo tiene fondo, todo es un infinito caer: me precipito por el vacío
caigo
caigo
caigo
hasta un lienzo blanquísimo.
Tan blanca la noche de los descensos, que al final sube. El violonchelo le da el acorde donde montarse Asciende, asciende, asciende, grita la voz de los sin voz, un eco de nuestra Alejandra Pizarnik, Alejandra/ Alejandra/ debajo estoy yo/Alejandra.
Desde el fondo de los ojos del exilio, se alza la nueva mirada. Quien se ha partido, parte. Hay algo detrás de las formas del tiempo, una deshora que siempre tiene el caldero sobre la llama para regresarnos. Una libélula o un ángel, es decir, una sustancia de materia tenue, como el despuntar de una letra, de una nota o de una silueta. O también la forma de una ventana por donde huir hacia México, pasar por un matrimonio con un tal Renato, que no es más que otro hueco, un ojo de buey en dirección a lo que sigue. Porque Max ha regresado, pero solo a la estrechez de un callejón donde los cuerpos se entregan a un amor de emergencia, a un porvenir de distancia donde él seguirá su fuga al lado de otra mujer.

¿Cuál es la forma del futuro en el ruedo de la desgracia?, ¿cuánto allí es promesa, cuánto sospecha y cuánto suspicacia? Solo está claro que, en las inmediaciones del mañana, el cuadro se encuentra casi listo. Siempre casi a punto. Todo casi regresa al lugar de partida y nunca es igual. El regreso resulta una farsa de las circunferencias. Para los hombres y las mujeres que se dirigen hacia la otra orilla de su vida, no hay tal cosa. Solo una maleta con una palabra: revelación.
Revelación: una palabra que enmudece su secreto al pronunciarla y a la vez lo revela. Un arrorró para acunar lo que sigue al odio y al escarnio. Un elixir que muta a las víctimas en sobrevivientes. A los sobrevivientes, en nudos del alma desatados. A las hilachas, en apuesta. Tejido. Mantita de abrigo para horizontes. Siempre renovados. E inalcanzables.
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