En una Trastienda colmada, el tango celebró las cinco décadas como cantor de Hernán “Cucuza” Castiello. Invitados, memoria, cruces y canto barrial en una noche que fue abrazo.
Por Ale Simonazzi

Jueves por la noche en Buenos Aires: Balcarce al 400 late al compás del 2×4. De un lado de la vereda, los clásicos boliches para turistas con entradas prolijas y combis a horario; del otro, La Trastienda repleta de quienes queríamos estar ahí, no como espectadores, sino como interlocutores de una celebración: 50 años de cantor de Hernán “Cucuza” Castiello.
En la vereda cruzamos figuras que no querían perderse el festejo: Víctor Hugo Morales, Hernán Casciari, cantores y cantoras que han pasado por el Bar El Faro, como Bárbara Grabinsky, Guille Fernández o Mariana Mazú. Todos allí, convocados por la palabra y la música de Cucuza.
Dentro, en el hall, nos recibe una imagen del niño Cucusita en una foto tamaño natural, con corte taza y traje. Primeros pasos de una vida que se entregaría al canto, con una mirada infantil que parece mirar hacia el escenario donde ahora lo esperamos.

Al abrirse el telón, aparece ese niño-cantor: Cucuza, con una peluca de corte taza, entonando Cucusita cincuenta años después. La peluca se eleva, y tras el gesto humorístico surge el cantor “descabellado” que conocemos y tanto queremos. “A todos los que acompañaron, los que están y los que no, y por sobre todo al tango”, dice. La voz se quiebra y la sala la sostiene.
Y ahí, detrás de esa emoción, está Romina, su compañera de vida y de proyecto, productora de esta noche que no deja nada librado al azar. Cucuza lo sabe y lo siente: su historia también es la de esa complicidad que lo acompaña en cada idea, en cada escenario, en cada sueño hecho canción.
En el escenario lo acompañan su hijo Mateo en guitarra, Noelia Sinkunas en piano y Nico Perrone en bandoneón: el “trío inestable”. Inician con temas de sus inicios: tangos —tristes y alegres— que él cantaba desde los cinco años en clubes de barrio. En esa paleta, resuenan instantes de su historia: el canto en el programa de Mareco, donde ganó la tan deseada pileta Pelopincho.

El repertorio recorre mojones de su vida: 2007, el año que marcó el inicio del ciclo “El tango vuelve al barrio” en el Bar El Faro de Villa Urquiza. Revive el ritual de inicio de esos encuentros: Cucuza y Mateo, sin amplificación, guitarra y voz, cantan entre el público. Allí, el canto deja de ser espectáculo: es abrazo, piel compartida. Se renueva una vez más el vínculo de cariño y complicidad con el público.
Después, todo se vuelve una constelación de amigos y voces. Cada invitado aporta su timbre, su vínculo, su palabra. Él proyecta recuerdos: cantar acompañado de Rubén Juárez, compartir un tema con Charly García, entonar El sueño del pibe con Diego Maradona en la cancha de Argentinos Juniors. Encuentros con el barrio, momentos con su padre Nelson y su abuelo Coté. Las anécdotas aparecen proyectadas en la pantalla y se vuelven relato colectivo.
En un momento de la noche, el tango se abre al trap. Cucuza cuenta cómo conoció a YSY A, cómo nació una amistad que hoy los lleva a compartir giras. Entonces llega YSY A al escenario, y las fronteras se disuelven: trap y tango se rozan y dialogan. Esa mixtura se siente legítima, natural, profundamente argentina.

Las dos horas ya transcurridas no bastan: todos queremos más. Suben Facu Radice y Cholo Castelo para encender al tango con espíritu rockero: historias de márgenes, guitarras que gritan, canciones de ciudad. Una noche donde disfrutamos de La Chicana, Tango Bardo, Hugo Rivas, Juan Pablo Gallardo, Lidia Borda, Daniel Godfrid, Lucrecia Merico, Cardenal Domínguez, Juan Villarreal y, cuando llega Zorro Von Quintero en teclados, suena No soy un extraño. Se entrelazan mundos musicales y estéticos con una pureza que conmueve.
Finalmente, Garúa, el tango que más le gustaba a Nelson, su padre. Cucuza le entrega un ramo de flores a su madre, ubicada como siempre entre las primeras mesas. Late la herencia y el recuerdo del viejo, del abuelo, del barrio, de los que no están.
De repente, siento que La Trastienda no estaba llena de espectadores sino de amigos, algunos conocidos y muchos no, pero que sienten cerca a un cantor auténtico, de pueblo, que celebra medio siglo para el tango y por el tango. Técnica, identidad, pero sobre todo honestidad. En esa noche porteña de jueves, el canto fue abrazo, memoria y futuro.

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