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Ombligos de auxilio

Ombligos de auxilio

Sobre Algo horrible y maravilloso, de Patricio Ruiz, puesta creada en el marco del proyecto pedagógico final de la carrera de Formación del actor/actriz, de la Escuela Metropolitana de Arte Dramático. Por Gabriela Stoppelman – El Anartista Había una vez una niña que hizo un castillito y se perdió. Y una vagabunda que una vez habitó su piel, sus pies, su cuerpo sin intemperie y se perdió. O un cuerpo de niña vagabunda y errante en la orilla, entre lo que una vez fue y lo que sigue que aún no aparece. Pero si la intemperie es un lugar propenso a desencadenar pérdidas, no es todo pérdida. En medio de las ruinas, en ese pasadizo estrecho entre el mar inmenso y la tierra sin bordes, está el brote de la luz posible. María Zambrano propone que el exilio es la condición de posibilidad para comenzar a pensar. Allí donde ya no hay bienes, ni parientes, ni filiaciones, solo queda encontrar el modo de abrir las palabras viejas para renovarlas en significados. Habitar la intemperie para inaugurar de nuevo las palabras. Lamentablemente, el lenguaje no viene con puertitas. Blablblea y repite mucho. Hay vacíos entre palabras muertas, y también entre la realidad y las palabras. Para poder decir de manera verdaderamente nueva, para ser capaces de hallar el grano de la voz -el ritmo originario- se necesita vocación de verdad y coraje en la mirada: Y yo veía hacia lo profundo donde viven monstruosidades como las medusas. Los cuerpos saben de esas aperturas, los cuerpos que no hacen como si fueran otros, sino que actúan, provocan acciones desde la fuerza que son, saben. Pero regresemos. Hay un borde donde solo queda el sonido del mar, la silueta desborda del bañador, el tiempo no distingue entre horadar la piedra y la humanidad. Se tarda en comprender que, cuanto más alto el castillo, más profunda la escritura que deja en las manos. Cuanto más impactante, menos habitable. Y entonces, dónde hallar una estructura a la que llamar casa. ¿Cómo lograr que el día no se te escurra de las manos sin haber logrado restañar, tan siquiera, una sola cicatriz de tu orfandad? En eso, la puesta creada en el marco del proyecto pedagógico final de la carrera de Formación del actor/actriz, de la Escuela Metropolitana de Arte Dramático, comienza a habitarse. Un trío en malla resulta un triángulo que se arma y se desarma en especulaciones: se cree en niños bomba, se le dice irresponsable al padre, madre, o tutor, se consuela un poco al niño, se lo deja en la orilla antes de que explote, se aplaude, se aplaude. La obra recién comenzó y se aplaude. Como en cualquier balneario cuando se pierde un niño, se convoca a un nombre, a un regreso. O se anuncia el final. Porque, si alguien vuelve, ya no se parecerá a quien ha partido. La orfandad no es una enfermedad que se cure con el tiempo. Los desatados de padres, de orígenes, llevan a cuestas un ombligo de auxilio, la marca del sitio desde donde han debido renacer de un desamparo originario. Mientras tanto, no dramaticemos. Que al final de cuentas estamos en la playa. En tanto y en cuanto no nos toque la ola, habrá un simulacro de vacaciones. Digo, no una ola cualquiera, sino la ola que rompe contra la escollera. La ola que rompe contra un fósil. La ola que rompe contra un cuerpo muerto tendido en la arena La ola que rompe contra un barco encallado. Me refiero a la de siempre, a la eterna arrasadora en su retorno implacable. Los espectros que circulan la escena saben muy bien de qué hablo. Ellos merodean en permanente alerta. Y temen. Van olvidados de aquella sentencia de Spinoza: un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte. Así, enfantasmados en el olvido, les pasan cosas como esta: Una vez comí manjares que entraban por mi boca mientras oía el mar afuera embravecer con la tormenta. Y de este modo las furias se multiplican. Extrañas, repentinas, como venidas de la distancia, pero alojadas bien adentro de lo humano, las furias saben realizar sus tareas. Por ejemplo, cortar las ligaduras que unen al cielo, a la infancia, a la tierra. Nada hay en las estrellas que no esté en las huellas de tus pies, decía un poema. Aunque en medio de la furia no se sabe, no se conoce, no se puede. Lo surreal atraviesa la escena. Los tiempos se curvan, los espacios se intersectan. Es imposible distinguir entre copias y originales. El ritmo lleva la batuta e impide toda linealidad. La propuesta se sacude de una escena a la otra, sin permanecer en ninguna por demasiado tiempo, busca impedir toda fijeza del sentido. Y como en esta playa todo lo que se nombra pasa, los acontecimientos no escasean. Un cómico que se hundió en las olas bucea por la gracia. De un chiste o de un regreso. Una madre que nunca volvió al mar peregrina sus terrores. Becky, Lilian y Tabita resisten sus maternidades entre el agua y el fuego: Agarrada de los barriles llenos de pólvora como ustedes, escapando del fuego para que no explotaran como los otros. Como toda madre, ellas imploran que el universo no explote, que el accidente no vede el acceso al futuro. Y, a diferencia de otras, estas pueden decir las formas del naufragio inevitable: Cuando esa cosa debajo del agua se apareció frente a mí sabía que era algo nuestro volviendo hacia nosotras. En otras lenguas que antes hablábamos y que ya no entendíamos. Debajo del agua nos escuché diciendo cosas en algún otro lado. Se sabe: algún otro lado es siempre el cielo de algún otro lado. La profundidad no tiene fondo, la altura no tiene techo. No se trata solamente del qué fue primero, si el huevo o la gallina. Dicen que a este mar lo creo un niño. Dicen que el niño salió de este mar. ¿Qué fue primero, el mar o

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MANTITAS DE ABRIGO PARA EL PORVENIR

MANTITAS DE ABRIGO PARA EL PORVENIR

Sobre la obra teatral “Leonora”, una obra de Alberto Conejero, interpretada por Teresita Galimany, con dirección de Carlos Ianni Por Gabriela Stoppelman – El Anartista ¿Cómo hacer del cuerpo un territorio que abra camino hacia los otros sin rompernos? Si el cuerpo o el lienzo son espacios frágiles y a la vez potentes, de contornos variables y difusos, ¿cómo cuidarlos de certezas, descartes y abandonos?, ¿de qué modo aliarlos al deseo y alejarlos de las garras del mero querer cosas, saber cosas, acumular cosas?, ¿dónde saldar los costos de las desilusiones y los olvidos?, ¿en qué sitio valuar el precio incuantificable de la herida? El impactante texto de Alberto Conejero López ronda, entre otros, estos interrogantes, sin explicitarlos. Porque donde sobrevuela la poesía, deponen sus armas la teoría, el discurso y toda pretensión de clara argumentación. El tiempo está interrogado en sus disciplinas cronológicas; el espacio, en sus geometrías firmes. Pero la más zarandeada de todas las entidades que juegan en la obra es el yo: yo soy multitudes, así que mi retrato es siempre colectivo, esa es la apuesta de Leonora. El “mí misma” se vuelve así una instancia muy pequeña en relación a la inmensidad que la habita. Esa misma inmensidad, que a veces se contrae en un recorte, hace la misma pirueta que el infinito vuelto escenario o lienzo. Porque el cuerpo es siempre la primera pincelada, no queda más que ser un trazo en los caminos que andamos, una impregnación de color y tono, sin asunto, ni argumento, ni tema. ¿Y hacia dónde dirigirse, así, con las fuerzas involucradas al desnudo, en el despojo absoluto, con el solo equipaje de mi dolor y mi alegría, mis vivos y mis muertos es lo que voy a hacer visible en mi pintura? Algo cruel, dirá Artaud, con la fuerza del hambre, pero sin ser su símbolo. Y de este modo Leonora, aferrada a las mitologías que le contaban las mujeres de su infancia- su madre, su abuela, su cuidador- será una vez la diosa blanca celta, otra la giganta siempre a un paso del cielo, otra la reina Boudica, que venció a los invasores romanos: ejército de una sola soldada contra los mandatos de la familia, de una Europa que se recalentaba en fascismos, contra toda la hiel de las ausencias. En ese pincelar su nido, ella siempre supo que es bueno que el nombre quede al margen, el apellido, detenido en la boca. Como quien dice, cuelgue del perchero la sapiencia, la identidad, los callos de las convicciones. Hágase a un lado de esa lámpara que solo alumbra la imagen del hombre o de la mujer que usted supone ser. No permita que le engorden el corazón y el destino. Recién entonces, sí, adéntrese en lo desconocido. Ese espacio donde la luz no ilumina, la luz es lo que ve, como dice Oscar Del Barco. Y en este preciso momento, con la escena ya comenzada, el cuerpo de la actriz inaugura una pintura no del todo visible al espectador, aunque bien enmarcada en la atmósfera musical de un violonchelo. La actriz y la intérprete conversan con la mirada, una despliega el sonido donde la otra monta el movimiento y la palabra. Y son muchas en el escenario, aunque simulen ser solo dos. Hay varias mujeres sin edad que se prueban en distintos rumbos, como quien se prueba la ropa para elegir la que más la desvista. Puede que una de ellas tenga 24 años e intente huir en un barco hacia Nueva York. El barco que la espera es frío y metálico, como el padre que la persigue para internarla en un psiquiátrico. Puede que la locura de un padre sea la parte podrida en la raíz de una hija. Puede que un buen desarraigo abra las puertas a uno de esos infiernos musicales, de los que hablaba Rimbaud, uno de esos descensos a la lejanía y a la intemperie donde, de pronto, surge un ritmo, la curva justa de una pincelada. Y así remontar la vida: Subo por los años como una alpinista. Escalo, escalo y escalo, siempre a punto de resbalar y de desaparecer en el vacío. La cima más alta y la profundidad más honda parecen estar tan cerca a veces. Y esa lucidez encandila a tal punto, que te hace salir borrosa en el retrato de familia. La única mujer de cuatro hermanos, la gran decepción de su padre. La mujer que huye de la escena matrimonial, del futuro de múltiple paridora. La que escapa para encontrar lo que aún no es, lo que aún puede ser. ¿Cuántas vidas tiene una vida que cabalga de infancia en infancia, de apuesta en apuesta sin detenerse por mucho tiempo en ninguna? Lo incontable es la edad de las vidas mamushkas, de las existencias milhojas que desbordan el relato de su biografía. Por más que mi padre prende fuego a mi caballo. Lo veo arder. Cuando el caballito se consume, recojo las cenizas con las manos y me las trago. Ahora soy una niña-centauro. Qué gusto jugoso tienen los muertos en las bocas que los acunan, los rescatan del olvido… Ni el internado, ni la escuela de buenos modales para aristócratas ni la psiquiatría corrigen la perseverancia de quien ha probado el sabor de la ceniza. Solo hace falta una chispa para que de la ruina surja la revelación: Un meteorito azulado recorre mis venas cuando contemplo en Florencia el cuadro de Ucello. No hay vuelta atrás. Seré artista. Seré pintora. Me lo repito como una promesa o un mandato. El brillo de la revelación ilumina todo el cuadro, que ahora incluye a los espectadores. ¿Cómo se expande la luz revelada? Tal vez en la alternancia de la luciérnaga: se prende como promesa, se apaga como advertencia con voz madre: Tú no estás destinada a envejecer dócil ni sumisa. Lo supe al darte a luz, hija mía. Todas las mujeres de nuestra estirpe somos druidas, tejedoras de lo invisible, pero los hombres tienen miedo de

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UY, ME PERDÍ

UY, ME PERDÍ

Sobre “No me muero”, obra escrita, dirigida e interpretada por Julieta Carrera Por Gabriela Stoppelman – El Anartista DESDE TU CORAZÓN DIGO A TODOS QUE MUERO (*) O también podría decir, “ayer pasó algo y me perdí”. Por suerte y no tanta me perdí. Se me torció la línea recta que conduce la disciplina de toda empleada y me desentrañé. Es decir, me quedé con todas las entrañas para afuera. Y te digo, las tripas mostraban un texto clarísimo que nunca terminaré de leer, aunque me las di de experta en vísceras, y comencé a descifrarlo. En las cifras caídas estaban el sueldo, la cara de mi jefe, la oficina de la aseguradora de riesgos que no asegura ninguna actividad riesgosa y la voz que atiende al público y se desatiende, que ya no se parecía a la mía. Bueno, para qué sobreabundar, una lista larga. Sin embargo, entre las cifras que ascendían se abrió una inmensidad. Como un mar que lo ocupaba todo y no tenía detrás. Pero yo insistía en preguntar, ¿qué hay detrás del mar?, mientras alguno me reclamaba, ¿y vos quién sos? No puedo, no pude responder por miedo a comerme el personaje, cualquier personaje. Una vez me pasó y quedé doblada en dos. Mejor ni te cuento. AMÉ LA SOLEDAD, LA HEROICA PERDURACIÓN DE TODA FE, EL OCIO DONDE CRECEN ANIMALES EXTRAÑOS Y PLANTAS FABULOSAS, Sí, igual a mí lo que me creció es el pie. Entré al escenario meta hacerme la graciosa, dale mover un zapatito en sentido horario y otro, antihorario. Al final, entre chiste y payasada, de verdad tropecé. Que es como si te dijera, otra vez me perdí. ¿De quién era ese pie tan ajeno a mi talla?, ¿cómo iba a seguir su camino el vacío de mi zapato, cómo iba a hacer pie sin mí? Aun así, continué la marcha. La luz se prendía, la luz se apagaba. Y era en el claroscuro, entre la tragedia y la comedia, donde me quedaba sin palabras. Entonces empezaba a moverme. Como loca me movía. Por agitar la soledad nomás, porque alguien me había dicho que si una tiene una pena grande y no la mueve la pena se instala. Con la soledad debe ser igual, me dije. Y me moví. Me moví para espantar a la multitud que aturde, ahí donde me siento más sola. Es imposible no abombarse si una no puede pronunciar siquiera una palabra que nazca del silencio. Pero, bueno, la cosa es que en ese momento parecía una huerfanita que hubiera perdido el rumbo a su casa, desesperada por alojarse en un ritmo familiar, en una sensación de hogar. Jugaba la niña. Hacía teatro y deshacía los roles de los espectadores. A unos les descruzó las piernas, porque así tan panchos no se podía asistir a ese espectáculo de orfandad. A otras les arrebató comprometedoras carteritas. Y sobre todo se sacó de quicio ante una, dos tres camperas chorizo, ¿por qué todos habían asistido con la misma prenda?, ¿a quién asistían con esa actitud? Es que llovía afuera. Y adentro. Lluvia y lluvia de papelitos de colores, humo y agua sobre las ventanas, esmeril de clima y humores que desdibujan de a poco el rostro. Les había dicho que me perdí, ¿no? LO DEMÁS AÚN SE CUMPLE EN EL OLVIDO. Y no hablo de amnesia. Hablo de ese olvido limpia parabrisas, de ese colgar a la empleada del perchero y apostar, de una buena vez, a hacer algo que afirme la vida. Más, después de tanta, tanta muerte. Yo me refiero a un olvido que sane del resentimiento y la melancolía. Que me regrese niña. Una vez escuché a un tal Carlitos Skliar decir que “La niñez es una. Infancias, podés tener todas las que quieras”. Y ya que me perdí, me desentrañé, me desdibujé, me dio por empeñarme en infanciar. Algo simple. Una obra para mi mamá y mi papá. Quién sabe si todo lo que escribimos, actuamos, cantamos, lloramos y payaseamos no es para ganarnos una oportunidad más de tenerlos ahí, de audiencia. No para cumplirles ningún mandato, no como triunfador que regresa con la valija llena de dólares a decir, “Vieja, mirá hasta dónde llegué”. No, no, se trata de volver a un arrorró, a una canción que nos meza otra vez cuna de lo que sigue, de lo nuevo; que nos desperece del tedio de empleos sin alas, que nos acerque a la línea del horizonte y nos permita volver a preguntar, ¿qué hay más allá del mar? Sí, aunque el mar lo cubra todo, che. DE MI ESTADÍA QUEDAN LAS MAGIAS Y LOS RITOS De tanto en tanto, cuando se te cruza un poema, sea de Salinas, de Juana de Ibarbourou o de la inmensa Olga Orozco, me infinito. No es por agrandarme, no. Es pura estrategia para no morir. Digo palabras, me muevo, digo palabras, me muevo. Porque eso es lo que deseaba. Llegó un punto en la oficina en que se me nubló la voz, se me trabó la lengua, dejé de querer cosas. A todas las cosas (tampoco eran tantas) que podía comprar con el mugroso sueldo de absurda empleada, a todas las dejé de querer. Y empecé a desear. Ahí, recién entonces, me sentí una servidora pública. Con la potencia de lo frágil, pedí a cada uno de los espectadores que me dieran la manito, manito, manito, círculo de contención. Que voy a dar un salto para ver qué cuernos hay en el famoso vacío, les dije. O más allá del mar. Por un ratito fuimos familia, complicidad en el afecto y en el juego. Infancias atrevidas, sin vergüenzas. PERO DEBO SEGUIR MURIENDO HASTA TU MUERTE Insisto, debo seguir muriendo para no creerme el personaje. Para no decir yo, o solamente decirlo cuando no se trata de mí. O solamente decirlo cuando se trata de otras de mí infinitadas más allá del mar. Con papá y mamá adentro. O solamente decirlo cuando ya no importa el nombre, y

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