NATURALMENTE ETERNO
El documental “Vibrar el aire” rinde tributo a Martín Rur y lo vuelve presencia: una obra nacida del amor y la memoria, con producción de Helena Alderoqui y Miguel Rur, y coordinación de post de Julián Rur. Por Gabriela Stoppelman – El Anartista Es difícil hablar sobre la eternidad, lejos de las extorsiones o las promesas de más allaes en las religiones instituidas. Sin embargo, cualquiera que no se haga demasiado el tonto, sabe de qué se trata. Los días del calendario caen, las cronologías ceden en los transcursos como elástico vencido que ya no puede sostener la consistencia de la pretina. Y entonces quedamos en la encrucijada. O declaramos un final contundente e inapelable, mientras ante nuestros ojos la materia, el planeta, el aire, las palabras continúan su sinfín de mutaciones y devenires, o tomamos el otro desvío. Allí reaparece lo eterno, no como aquello que dura para siempre, sino en esa modalidad del tiempo que regresa por instantes, siempre de otro modo. A ese persistente regresar en el cambio Nietzsche lo llamaba el eterno retorno. Pero eso es lo de menos. Podríamos nombrarlo perseverancia, amor o música. Huellas inquietas en el aire una vez vibrado. Danza invisible que se cuela entre nuestros dedos. Memoria porfiada en el futuro. Elija cada quien la denominación que prefiera, siempre se tratará de hacer revolotear la presencia de lo ausente, de mariposear las duraciones con alitas coloreadas, polvo porfiado en el jardín de nuestros días. Vibrar el aire se detiene en la encrucijada y opta por el camino de la eternidad. En off y cada tanto, se escuchan las voces de Miguel y Helena, los padres de Martín. En cámara quedan los testimonios de los compañeros de ruta, los amigos, los fragmentos de conciertos y zapadas. Pero una sabe que ellos están ahí detrás. Y detrás- o delante de todo- está Martín. Tal vez la música y las palabras sean, en su mejor versión, un puente donde lo invisible une las distintas volteretas de eso que llamamos tiempo. Un pasadizo donde todo lo aparentemente quebrado se vuelve continuo. Ojalá. OJALÁ, LA BANDA “ser como hoja de otoño que vuela sin distinguir que cuando pase este viento no habrá lugar donde ir” (**) El documental arranca con un primer tramo, donde el aire vibra a infancia en los recuerdos de quienes lo escucharon las primeras veces que tocó en público. Uno cuenta que era chiquito y se había aburrido de la partitura del tango “Volver” y por eso buscaba variaciones. Por su parte, Marcelo Moguilvesky buscaba deslumbrarlo, y “el pibe iba por más”. El cambio y la audacia se parecen tanto a ella. Sí, ahora pienso que la eternidad debe ser una niña o un niño. Uno o una que se cuela en un verano, cuando un grupo de amigos, pibes y casi adolescentes, se juntan para ensayar. La excusa es un piloto de tele que nunca se terminará de hacer. Pero la rampa está construida. Los chicos tienen ganas y hay química. Tres veces por semana durante tres horas se reúnen por gusto. Y la banda sigue tocando. Tres veces por semana, tres horas. Un número más parecido a una cifra que a una cantidad. Algo así pensaban los pitagóricos, un movimiento filosófico, entre los siglos –VI y –V. Los pitagóricos unieron de forma muy original la eternidad con la música, porque pensaban que la estructura del cosmos es numérica, armónica y eterna. El principio de todas las cosas es el número, que no nace ni muere. Eternos, los números establecen relaciones, tejen. Y eso es el universo, un gran tejido de cifra, la trama de unos tejedores laboriosos. Cifras profundas que hacen depender de sus proporciones a los intervalos musicales. Así, la octava, la quinta y la cuarta revelan la armonía de todo lo que existe, la música de las esferas que pone en movimiento a los astros, o la melodía eterna capaz de restaurar la armonía de un alma triste. De ese modo, conocer y practicar música es una forma de participar en el cosmos eterno. Sin forzamientos, sin sobre intervenciones, con “esa naturalidad física frente al instrumento”, que Juan Raffo vio ni bien conoció a Martín. Pero también con esa energía explosiva, una sensibilidad que acompaña con una sonrisa y ojos brillantes. Yo lo vi tocar, no conocía ni su nombre. Y al salir comenté acerca de la alegría con que los músicos conversaban entre sonidos y gestos cómplices. Una zona donde toda lógica cae a pedacitos había sido revelada. ¿Cómo se podía sonreír mientras se tocaba el saxo? MÚSICA COSHER(*) “aunque el mundo se caiga a pedazos hay que seguir sonando en todos lados”. Kef: divertido o placentero. Así se llama la orquesta de música klezmer, donde Martín entró para hacer un reemplazo de Iván Barenboim y ni quiso ni lo dejaron ir: “no había duda cuando salió el disco de la orquesta, si había un solo, era de Martín”. Si Barenboim era Batistuta, Martín era Crespo. Transcurrían los tiempos de Bielsa, que nunca los ponía juntos en la selección nacional. Sin embargo, en la Kef, Batistuta y Crespito se acompañaban sin disputas narcisistas. Como dice Moguilevsky “el narcisismo se deshace cuando el músico se concentra en qué puede aportar para la música, no para sí” Y para que ninguna identidad quedara sin mixturar, Martín le ponía rock al klezmer. Jugaba. Distinto, pleno, natural suenan una y otra en los testimonios de quienes tocaron con él. Y aparece el juego. En siglo XVIII, Friedrich Schiller decía que en el juego estético (como la música) el ser humano es verdaderamente libre. El juego reconcilia la sensibilidad, (placer, kef), con la razón (orden, forma). Entonces, la música no es solo entretenimiento, sino una experiencia formativa y filosófica. “El hombre solo es plenamente hombre cuando juega”. Pero Schiller era un tipo prolijito, y se refería al juego armonioso y equilibrado. Una vez más el bigotudo alemán, Nietzsche, verá en el juego musical audacia, la presencia del dios Dionisos, fuerza que rompe el orden establecido,
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