Sobre “Tío Vania”, dirigido por Oscar Barney Finn, actuado por Paulo Brunetti
Por Gabriela Stoppelman – El Anartista

El filósofo argentino Oscar Del Barco señala una y otra vez la necesidad de sumergirnos en el “exceso” para aspirar a algún espacio de libertad. El exceso no se concibe como un ente supremo o una sustancia trascendente, sino como lo absolutamente otro que excede toda determinación.
Es un “plus” que ninguna categoría, lenguaje o concepto puede contener. Ese exceso se experimenta en lo sagrado, en lo inabarcable. Es aquello que se abre en las palabras del poema, en un gesto, en un paisaje. Esa sobreabundancia tan contrastante con la experiencia cotidiana, que no sabemos muchas veces cómo regresar a la cotidianeidad impregnados de su potencia.
Allí, en ese exceso, en ese don, que es a la vez intemperie y abandono de toda identidad, lo divino se expone y se retira al mismo tiempo. Digo don, porque hay un movimiento de gratuidad radical: no es algo que se gana, ni se merece, ni se manipula. Cerca de Bataille se trata de una pura donación sin sujeto que la done ni objeto que la reciba.

No es sencillo colgar del perchero el nombre, la profesión, la biografía, nuestro aferramiento a ser solo consecuencia de lo que fuimos. La experiencia de entregarnos a lo otro que siempre podemos ser pude terminar en una huida hacia lo conocido, en la locura, o en la entrega.
Y me detengo en la entrega, sí, ese entregarse a la desposesión de uno en la posesión de otro. Ese movimiento exactamente es el que pone en escena el unipersonal que presenta Brunetti.
Son ocho personajes desprendidos de un solo cuerpo, cada uno dinamizado por el vínculo con un objeto. El buen teatro siempre me regresa a aquella luz que echó Walter Benjamin sobre nuestra relación con las cosas: si uno les devuelve dignidad a los objetos, los objetos levantan los ojos y nos miran. De ese modo, una pelotita sale de un bolsillo para marcar el tono y el devenir de un personaje y se continúa en un trozo de tela roja, vuelto voz y cuerpo de mujer. Así, los objetos actúan. Por instantes, la actuación cumple con ese viejo rito mágico de desaparecer en plena presencia. Lo ausente se manifiesta. Lo que falta se insinúa.
Pero todo este devenir otro de un único actor se presenta al principio con la veladura del fantasma. Ante el espectador hay una sucesión de retazos, de figuras, un juego de postas de la voz y las inflexiones, donde no se sabe bien quién es quién. Trazos primarios, primeros, como palotes o mamarrachos que se prueban en el esmero de la audiencia. Se ofrecen sin definirse. Hermosa experiencia de la atención que busca, se esfuerza, se implica en esa infancia donde el crayón investiga el origen del lenguaje, aún sin significar.
Y, en el transcurrir, el tiempo escénico, la plástica metamorfosis actoral, la escenografía simple y a la vez llena de zonas de pasajes, poco a poco definen los contornos de cada personaje.
Un argentinísimo Tío Iván administra la finca y la rotación del resto de los roles. Igualito a un sol indisciplinado, corre el centro de sus sistema solar -a veces hacia un costado, otras veces hacia el pasado, algunas más hacia el porvenir- y habilita el desplazarse de sus planetas. De pronto, desaparece y deja que, por ejemplo, Sonia- su sobrina- se vuelva el astro rector.
Sonia, la tejedora, la que se autodeclara “ordinaria”, la que se deshace en un romance imaginario con Un Dr. Miguel que jamás la ha mirado con deseo. Sin embargo, como todo espíritu luchador, ella prefiere aferrarse a la pequeña ilusión de no definir, de no saber, de no hundirse en la confirmación de un rechazo, antes que sucumbir al desarraigo, a ser una desatada de mundo y constelaciones. Sonia, una de las más telenovelescas las mujeres de Chejov, de a poco muestra lo que la sabiduría guarda en la tela de su ruedo.
Mientras la humilde Sonia ovilla su desesperada búsqueda

del sentido en cotidianeidades, la bella y multi deseada Helena agota sus días en esa celda que muchos llaman “matrimonio constituido” con un viejo ex gobernador patagónico, Alejandro. Un hombre que transita la ladera de su vida y, entre furores, medicamentos y frustraciones, declina junto a ella hacia un valle sin retorno. Helena, de tanto en tanto, se da un gustito, otea un rincón de la clandestinidad. Pero esos rincones, cuando se los visita sin coraje, también son desabridos.
Ya todo está en medio de un torbellino de pasiones, en el momento en que aparece el abanico. Detrás, Isabel, la madre de Iván. Sin embargo, a esta altura no hay nada que materne la escena. Ni los denuedos del ama de llave, María, ni las quejas de Diam, el peón. La danza de los devenires avanza hacia el vacío. En el espacio escénico crece el protagonismo de los callejones. Más allá de las ventanas y las puertas, hay un mundo que no vemos, donde todo se pierde sin horizonte. Como una gran boca que devora los vínculos, incendia los bosques, arrasa el verde de los mapas, sofoca el aire en las cartografías.
Quedan una borrachera de silencio en la atmósfera, una perrita que compaña los desamparos y una hamaca, indetenible en su vaivén. Firmes, las cuerdas la sostienen de un sitio invisible. Como las últimas varas de una balsa que se hunde, el yute da sostén a los náufragos. Los mece en esa última posible cuna. Y allí, en esa infancia aún por venir, anuncia los brotes de sentido aún posible. Abraza, cuando todo parece intemperie y abandono.
El rito sagrado se ha cumplido. Lo indecible se ha manifestado. Quienes asistimos salimos impregnados de ese imprescindible que nutre la tabla rasa de la mera vigilia.
No queda más que agradecer. O poetizar. O pensar lo absolutamente otro.

La obra se puede ver en el British Arts Centre, Suipacha 1333, los sábados a las 20 hs.
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