Sobre “Quién decide si podes jugar”, documental sobre cómo es ser deportistas trans en Argentina.
Por Gabriela Stoppelman – El Anartista

La vida es trans. Les guste o no les guste a los imposiblemente aferrados a sus nombres, a sus elecciones, a su participar de las corrientes mayoritarias, todo lo que existe está hecho de un presente ya sido y en devenir hacia otra cosa. Los calendarios y los relojes conspiran con las líneas rectas para disimularlo. Pero el tiempo hace curvas y bucles. Y el deseo…, bueno, en el caso del deseo, la pirueta, el ovillo, la parábola y la hélice son sus especialidades.
Hasta acá podemos aceptarlo o hacernos los bobos. La biología, las pasiones, el mismo ocaso de cada día muestran la dirección alquímica hasta de la luz. La cuestión se pone más enredada cuando giras con cuerpo, alma y acción hacia donde no reinan los consensos. No lo haces por rebelde ni por agitar el avispero de los afincados en certezas. Los haces porque estás vos mismo/a agitado hacia lo que sos o querés ser.
Si el caso es ser un deportista trans, el escenario estará plagado de cinchadas. Entre los límites a las participaciones, la mayor o menor elasticidad de las comunidades deportivas, la soberbia de la ley que siempre encuentra cómo contradecirse a sí misma sin volverse ilegal, el camino se vuelve una carrera de obstáculos.
Pero la prepotencia de una vocación sabe de perseverancias y esquives. Tal es el caso de Nico, futbolista trans masculino del Gran Buenos Aires. Mérito de las cámaras haber puesto la atención en la relación de los deportistas con los objetos. Solo atiendan a cómo Nico hace jueguito, se alía a la pelota igual que un niño se aferra a un hogar, un alivio contra el desamparo.
Algo similar sucede con Romina, voleibolista, mujer trans salteña. La pelota de vóley va contra su mejilla. La imagen parece una foto de familia: cachete con cachete con lo más cercano.

En el caso de Anna, atleta corredora, mujer trans paraguaya que vive en CABA, habrá que detenerse en su pisada. La zapatilla prueba la pista de carreras, tienta el suelo a donde pertenece, planta bandera.
Elías, judoca, chico trans de La Blanca, Entre Ríos, juega con el cinturón de su traje, lo ata y lo desata, como si en ese nudo se abrieran y cerraran todos los escollos y los abrazos que implican insistir en su camino.
Y a no perderse a Marcos, futbolista, chico trans de Gualeguaychú, Entre Ríos. Desde la cocina de su casa, hace familia con amigos cómplices y con una madraza que supo acompañar su deseo. Igualmente, es imposible no detenerse en una frase de su relato “Hubo que escuchar cada cosa”.
Es ahí, en esa denuncia hecha de modo discreto pero contundente, que todo nuestro tiempo sucumbe ante una de sus mayores calamidades. La imposibilidad de encontrarnos cara cara con la intemperie, con el caldo originario donde todos podemos ser y somos otros. La clausura a ser -tantos, mejores, diversos- perpetrada por pragmatismos y fetichismos del poder. La chance imperdible de huir del hastío.
Y lo peor, cuando otros sí prueban de esa fuente, estallan las furias de los afincados, de los agarrados a la última vara de un barco que se hunde, como dirá Nietzsche. Pobres y prepotentes náufragos: mientras creen que son los dueños, los capitanes y la policía del viento y de un transatlántico, la quilla, la proa y la popa muestran sus fisuras.
Pero mirá lo que son las cosas, el transatlántico es trans.
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